lunes, 29 de diciembre de 2008

"El Estadio de los muertos"

 
Por: Reynaldo Silva S.

Esta historia me fué relatada en una de mis últimas visitas a mi antiguo barrio de Balconcillo, en La Victoria, en una tertulia de barriada en la que pude estar, con amigos de barrio, viejos compañeros de aventuras de mi hermano mayor. Ahí nos encontrábamos, parados bajo un poste en una esquina, iluminados por su luz, bebiendo una botella de ron que pasaba de una mano a otra cuando me contaron la experiencia que todos habían vivido, la terrible historia del ocaso deportivo de un antiguo ídolo del barrio, y que mi hermano nunca me había relatado.

Rara vez el fútbol y el mundo de lo sobrenatural se juntan en una sola experiencia, pero esa vez aconteció así. A mediados de los setentas, mi hermano mayor y su patota de amigos del barrio, hicieron lo que todo grupo de chicos hacen en la edad de la adolescencia: fundar un equipo fútbol. Ansiosos de competir en un mega campeonato barrial en que participarían todos los equipos de la -para ese entonces ya-, gran ciudad de Lima. Tras ser despreciados por el equipo “oficial” del barrio, comenzaron a reunir a todos los de su edad que tenían hambre de fútbol.

Apoyados por un humilde emigrante de la sierra que, a fuerza de sudor y esfuerzo había logrado tener un pequeño grifo y taller de reparación autos en el barrio, el equipo comenzó a crearse. Dado que en aquellos años encandilaba a los jóvenes de todo el mundo la selección holandesa, decidieron emularlos; más, siendo unos chicos excesivamente bromistas, terminaron bautizando al equipo como “La Papaya Mecánica”. Parecía divertido,…hasta que todo el barrio comenzó a burlarse del nombrecito. Afortunadamente eso duró muy poco. En cuestión de semanas “La Papaya Mecánica” se convirtió en el “cuco” de todo Lima: goleada tras goleada, demostraron que no eran cosa de chiste. Simplemente eran un excelente equipo.

Entre los mejores jugadores, destacaba un moreno fuerte y espigado, muy desarrollado para su edad, proveniente del temible barrio de Matute. Se llamaba Francisco Dagnino. En el barrio le decían “Pacho” ó “Dañino”. El último apodo era el que mejor le calzaba. Imparable goleador, era común que metiese mínimo tres goles por partido. Era un genio con la pelota. Un monstruo en potencia a sus cortos 16 años,…pero era también un absoluto pedante y soberbio con aires de matón. Consciente de su brillante futuro con la pelota, no dejaba de hacérselo saber a todos. A todos le caía tremendamente antipático, pero era indispensable en el equipo, por lo que todos hicieron de tripas corazón y trataban de soportarlo, a pesar del odio que se granjeaba.

Muchos pensaban que semejante forma de ser tenía su origen en que Danigno, casi criado en la calle, nunca tuvo padre que le corrigiese, mientras que su madre falleció siendo él muy niño. Lamentablemente no dejaba que nadie le aconsejase en nada, siguiendo el su imparable carrera hacia la fama ó el desastre; lo primero que llegase. Un día, se enteraron que unos reclutadores de Alianza Lima irían a ver jugar al equipo. Obviamente, iban a ver a Dagnino. Era mediados del verano y “La Papaya” enfrentaría ese sábado a las divisiones inferiores del Deportivo Municipal; el escenario, el famoso “Estadio de los Muertos” de Chorrillos.

“Pacho Dañino”, ya enterado del hecho, llevó su soberbia a niveles estratosféricos: mientras todos los muchachos se emocionaban en el camerino, comentando que darían todo lo mejor de cada uno de ellos por el sueño de lograr ser fichados por Alianza Lima, Dagnino los bajaba de las nubes diciendo: “ustedes están en este equipo sólo para que yo destaque más”. Su actitud amenazaba con romper la unidad del equipo, pero a él no le importaba, mientras daba la espalda a todos y continuaba pateando la pelota contra la pared.

El mecenas del equipo había contratado a un casi anciano argentino venido a menos, que había llegado en los años cuarentas a Lima, como refuerzo para el aquél entonces, poderosísimo Defensor Lima. Una lesión acabó con su carrera deportiva y ahora vivía en un miserable cuartucho en Balconcillo. Se apellidaba Arana; todos le decían “Viejito”. Trató en vano de enseñarles a los chicos los secretos del fútbol. Vano esfuerzo: eran “ídolos de barrio”. Quererles enseñar a jugar era como querer darles perlas a los burros. El “Viejito” Arana, tras escuchar a “Pacho” decir sus tonterías, alzó la voz y comenzó a decir a todos sus pupilos:

“La soberbia no lleva a nada; créanme pibes. Yo lo sé mejor que nadie” – comenzó a decir, mientras se incorporaba y se acercaba a “Dañino”-, “mirá “fiera”,.… ”. Pacho volteó y le clavó la mirada con sus ojos negros y saltones, molesto. Bajó la vista. Le llevaba a Arana casi una cabeza de altura. Casi escupiendo, observó lo que tenía en la mano: era un viejo billete fuera de circulación de 1000 soles. “¿Y qué? – respondió con rabia-, “¡esa porquería no sirve ahora ni para comprar un cigarro!...”. El viejo ex jugador bajó la vista con pena. “Sí, no vale nada. Cuando me vine para acá, me pagaban con uno de estos todos los meses,… me alcanzaba para vivir como un rey, y aún me sobraba. Ahora mirá donde estoy…”.

El moreno era tan soberbio como bruto. “Eso le pasa a los malos: yo voy a hacer millones” -, replicó. Mientras Arana miraba cómo “Dañino” le daba las espaldas indiferente, caminando lentamente como lo hacía en su barrio, ladeándose. El “Viejito” le lanzó una mirada de lástima. “me hacés recordar al “Mágico” Castañeda…” –dijo mientras el muchacho se sentaba, calzándose, mostrando molestia por las palabras del entrenador. “….Castañeda jugó en los cincuentas en Alianza: era un demonio. Nadie le igualaba como centro forward. Yo era asistente en el Deportes Arica cuando lo conocí- , comenzó a relatar al grupo-, “la prensa decía que se iría a España. Era un pibe muy creído. Pensaba que se lo merecía todo. Un verano como éste, los del Alianza y del Deportes vinieron a veranear acá a Chorrillos. Iban a la playa y luego venían a esta cancha a jugar. En esa época los profesionales eran todos amigos; no como ahora que se matan si se cruzan en una esquina”.

Conforme avanzaba el relato, el argentino caminaba por el camerino, sin preocuparse por el tiempo, prefiriendo contar su historia en vez de dar indicaciones para el partido. “Cuando vinimos a jugar una “pichanga”, ví que todos se persignaban tres veces y susurraban algo. Le pregunté al entrenador del Deportes y me contó la historia de este campo”. Todos le seguían atentamente su relato: “sepan “pebetes” que este estadio fue antes un cementerio. Un cementerio para los marinos que morían en el mar. Con el paso de los años, ya abandonado, el municipio retiró las tumbas y sus muertos y lo construyó,… pero siempre se dice que a lo mejor se olvidaron de alguien. Eso me contó el entrenador. Cuando le pregunté qué susurraban los pibes, me dijo que pedían disculpas por si ofendían a alguien”- dijo a la vez que apuntaba la suelo.

“Todos hacían esa cábala; todos menos Castañeda. Decía que eran boludeces: antes de acabar el primer tiempo, se lesionó. Fue una lesión muy extraña: un momento una a patear al arco y en otro momento estaba en el suelo. Se había fracturado la pierna en tres partes distintas, pero nadie vió a qué le pateó. Ahí acabó su carrera”. En ese instante todos escuchaban muy atentos al entrenador, menos “Pacho”, claro está. El silencio fue roto por el llamado del árbitro para iniciar el partido. “Bueno pibes, llegó la hora” – exclamó Arana-, “salí y jugá a lo que saben. Suerte. Y no olviden persignarse tres veces”.

Al salir al campo la pequeña tribuna explotó; todo el barrio estaba ahí. Incluso los delincuentes más avezados del barrio estuvieron ahí. Al primer foul de uno de los contrarios, un malencarado moreno se levantó en la tribuna, y le gritó al joven jugador del Municipal: “¡OYE TÚ!” –dijo con voz ronca-, ¡SI LO VUELVES HACER, TE CORTO LA CARA!”. El pobre muchacho no lo intentó de nuevo. Aparte de esa anécdota, el partido transcurrió como se esperaba. “Dañino” hizo de las suyas, y al ver a los cazatalentos en la tribuna, egoístamente monopolizó la pelota. El partido acabó 6 a 0; cuatro de los goles fueron de “Pacho”.

“La Papaya Mecánica” clasificó a cuartos de final. El entrenador Arana terminó saltando y gritando de emoción, como si estuviese de nuevo en su querido barrio de La Boca. Mientras el equipo descansaba en el gramado bebiendo las gaseosas que el mecenas les llevó y recibían también la felicitación del vecindario, Dagnino y los cazatalentos conversaban lejos del grupo. Estaban complacidos y no querían al moreno para el equipo juvenil, sino para el equipo que jugaba en la profesional. “Pacho” no cabía en sí de contento. El contrato se firmaría al día siguiente. En un arranque de suficiencia, terminó la conversación diciendo: “está bien, pero….sería bueno si me dejan “alguito”; no sea que me anime por otro equipo”. Uno de los cazatalentos dejó en sus manos cuatro billetes, por precaución.

La tarde avanzaba y “Dañino”, loco de contento, convenció a todos a celebrar su suerte. No era el único; Gustavito Márquez, defensa del equipo, había sido convocado por los del Alianza para jugar en la categoría juveniles, así que todos aceptaron de buena gana. El “Viejito” Arana, borrachín empedernido, no objetó la propuesta. “Pacho”, frente a todos, le lanzó un billete al suelo frente al utilero, como si fuera cualquier cosa: “¡oye tú!; tráete todo el ron que puedas comprar”. Su actitud era insoportable, pero de sólo pensar que no lo veríamos más, podían aguantarlo. “Che, mejor pedí pisco” – intervino el entrenador-, “bebé el licor de tu tierra”. A “Dañino” nadie le replicaba nada, pero esa vez, accedió. “Tiene razón: hoy pisco por última vez: a partir de mañana, sólo “uiski” del importado, ¡JAJAJAJA!!..”.

Unas discretas conversaciones con el solitario guardián del estadio les permitió quedarse ahí a beber. Los familiares y parte del equipo se habían ido a la playa a aprovechar las últimas horas de sol. Los maleantes del barrio se habían ido a celebrar a su manera, en los burdeles de la ciudad. Quedó un grupo de ocho jugadores, “Pacho” y el entrenador. Ese atardecer sentados en círculo en el centro del campo transcurrió apaciblemente. La noche se acercaba y, conforme la bebida hacía sus efectos, algunas de las sandeces de “Dañino” causaban más hilaridad que desprecio. “Vas a ver…” –dijo mientras despeinaba al chiquillo que fungía de utilero-, ”cuando juegue en el Real Madrid, te voy a dar mis “chimpunes” (calzado de fútbol), para que entres sin pagar al estadio”.

“Vos nunca vas a cambiar” -, intervino el “Viejito”. Todos reían al escuchar semejantes barbaridades. Al empezar a oscurecer, el guardián del estadio, que acompañaba al grupo, se puso de pie y dijo: “bueno chiquillos, gracias, pero ya me voy”. “… ¿Qué?, ¿usted no duerme aquí?” -, le preguntó uno de los muchachos. El guardián, tambaleándose, sonrió como si hubiese escuchado una broma: “¿queeeeé?,….¿dormir yo aquí?,…¡ni por que me pagan!, ¡JAJAJAJA!!”. Tras pedir que cierren con candado al irse, se dirigió a la puerta, dejando a todos intrigados.

“¡Bah!, estupideces de viejos!!” -, exclamó “Dañino”-, “tanta estupidez y, ¿saben qué?, yo no me persigné ni pedí perdón ni nada de esas idioteces, ¡JAJAJAJA!. Y ustedes “mariquitas” lo hicieron rapidito nomás!, ¡JAJAJAJA!”. Algunos de los miembros del grupo se espantaron al escucharlo, al resto ni les interesó. “¡Y bueh!, ya vos verás” -, fue lo único que le dijo el Entrenador Arana. La brisa fría del mar comenzó a envolverlos, al igual que la oscuridad de la noche. Apenas iluminaba al grupo una lejana luz proveniente de los baños del estadio. Gustavito Márquez, poco acostumbrado a la bebida, se había quedado dormido sentado. Según contó, descansaba plácidamente, cuando de pronto en su mente apareció una imagen: un viejo anciano barbado le tomó de pronto con unas manos huesudas y callosas de los hombros, apretándolo con fuerza y zarandeándolo le gritó: “¡despierta y vete!!”. Todo el grupo vio cómo se estremeció de pronto en su sitio, para luego pegar un grito y caer pesadamente para atrás. Todos se reían mientras él se levantaba deprisa, asustado, agitado. “¿Dónde está el viejo?!!!”-, dijo mirando para todos lados. “Ahí enfrente de ti”-, le dijo con tranquilidad mi hermano. ¡No, no: el otro viejo!!-, replicó asustado.

“Ché Ramiro” – dijo el entrenador-, “llevá a Gustadito al baño para que se moje la cara; que no sea que su viejita le vea llegar así”. Así Ramiro, tomando del brazo a Márquez le llevó a los baños, escuchándole hablar de un anciano que le habló. Ya dejándolo sentado en un excusado, Ramiro fue a un urinario frente a él. Mientras descargaba la vejiga, sintió que las piernas se le doblaban. Una fuerte patada en la parte posterior de la rodilla lo aventó de bruces contra el suelo. “¡Imbécil!, ¿qué tienes?...” –dijo mientras se trataba de incorporar, cuando se dio cuenta de que Gustadito estaba sentado donde lo dejó, totalmente beodo, hablando entre dientes. No pudo haber sido él. Tampoco pudo haberse equivocado: la patada fue real por que a él le dolía. Pero no había nadie más ahí que os dos.

Afuera pasaba algo similar. Mi hermano era el único que se le había enfrentado a “Dañino” en alguna ocasión y existía una velada inquina entre ellos. En un momento en que se incorporó también para ir al baño, sintió que alguien le cogió del tobillo, haciéndolo caer de cara al gramado. “Pacho” se rió, así que mi hermano se incorporó como una fiera y se le fue encima. El “Viejito” Arana apenas pudo reaccionar e impedir que se fueran a las manos. El grupo tardó mucho en convencer a mi hermano que “Pacho” no le había tocado. “Entendé, Henry –dijo en entrenador-, nadie te tocó…”. Mi hermano no lo entendía, lo había sentido nítidamente. Todos aseguraron, incluso juraron que sólo vieron que el pie de Henry se quedó detenido en el aire, a escasos centímetros del suelo, como asido por una fuerza extraña, pero invisible.

Todos hacían conjeturas, las cuales se agrandaron al retornar del baño Gustavito y Ramiro, contándoles éste último lo que había pasado allá. De pronto, sin advertencia, todo el grupo empezó a sentir una sensación extraña: era como si un aire frío les rodease. Dentro del corazón de cada uno de los presentes se introdujo un sentimiento de pena infinita: nadie lo dijo en ese momento, pero después, comparando su sentir en ese instante, coincidieron que fue el mismo: una sensación de infinita pena, de abandono, de que añoranza por un lugar muy lejano, de seres queridos que se hallaban lejos. Era como una opresión dolorosa que se aferraba a sus corazones, como una garra. Más de uno empezó a sollozar, alguno de ellos derramó alguna lágrima, y todos a la vez comenzaron a temblar sin control. A pesar que no corría viento, mientras sentían también un intenso olor a agua salada. Todos, menos “Dañino”, que parecía inmune a “eso”.

Al pasar algunos instantes, todos se sobresaltaron: sintieron que no estaban solos ahí. Una vida en un barrio de cuidado les había dado a todos la facilidad de sentir cuando alguien les observaba. Comenzaron todos a mirar a su alrededor. El campo estaba desierto y en total penumbra,…. Pero sentían y miraban que la negra oscuridad se movía. Se movía en diferentes direcciones, como si sombras negras en medio de ese negro nocturno saltasen y los rodeasen. Como fieras acechando su presa. Todos miraban de un lado a otro, tratando de ver quiénes estaban ahí. Ramiro no tardó en decir lo que todos pensaban: “¡vámonos de aquí!”. Hastiado de lo que creía era una broma, “Pacho” se incorporó. “Está bien, cobardes; vámonos” -, les replicó a la vez que daba media vuelta y enfrente de todos, comenzó a orinar en medio del campo.

“!Qué hacés loco!” -, le espetó el entrenador, muy asustado-, “¿no entendés que esto es un camposanto?!!!”. Danigno ni le hizo caso mientras todos se incorporaban llenos de miedo. “No le tengo miedo a nada, y nada va a pasar acá, viejo idiota” -, replicó mientras se ajustaba el pantalón. “Listo. Ahora, al barrio”. El grupo comenzó a caminar hacia la puerta sintiendo todavía más fuerte esa terrorífica sensación que les helaba el espinazo y erizaba todos los pelos de sus cuerpos. De pronto, surgido de la nada una voz extraña, con un tono metálico y un acento que nadie pudo identificar, se dejó escuchar en medio de la penumbra. “Oye, Dagnino” -, dijo. Todos voltearon. Era un hombre alto, vestía un sacón de esos que usan los marineros y una gorra de lana en la cabeza. Era muy fornido, de piel muy blanca y se podía ver una abundante barba cobriza enmarcando su cara. Estaba plantado en el arco, llevaba algo en una mano.

“Pacho” volteó y le plantó la mirada, desafiante. Todos se quedaron detrás de él. El sujeto separó las piernas y las plantó en el suelo con resolución. “Enséñame lo que vales” -, dijo como para que lo escuchen todos y le lanzó lo que llevaba en la mano. En medio de la oscura noche, el objeto tenía el tamaño de una pelota. “Dañino”, por instinto goleador, y aunado a su inmensa soberbia, dio un tranco al frente y saltó: estirándose en el aire se preparó para hacer una hermosa media tijera. Dicen los que estuvieron presenten que aún se estremecen al recordar el horrendo sonido que se escuchó a continuación: un ¡traaack! que aún les revuelve las tripas. “Pacho” cayó pesadamente al suelo, gritando, aullando de dolor. Se había roto la pierna en tres. Al llegar los chicos a su lado él se retorcía de dolor. Era horrendo el espectáculo de su pierna quebrada en varias partes, exponiendo los huesos en algunos sitios, retorcida como una muñeca de trapo.

El desconocido le observaba sonriente. Los chicos vieron al suelo y descubrieron que la “pelota” en verdad era un trozo de piedra, trabajada, y que exhibía algunas letras en inglés. Era el fragmento de algo sin duda. Dominados por la ira, y siguiendo sus instintos de barrio todos juntos se le abalanzaron encima al agresor, gritando insultos, rompiendo botellas dispuestos a destriparlo. Incluso el viejo Arana sacó su facón que llevaba siempre con él y se unió a sus muchachos. Rodearon al tipo, pero este ni se inmutó: sólo sonreía complacido por su acción, con las manos metidas en los bolsillos. Cuando todos se preparaban para asestar el primer golpe de lo que iba a ser una carnicería,….el tipo simplemente se esfumó. ¡SE ESFUMÓ FRENTE A SUS PROPIOS OJOS,…. DESAPARECÍO!!!!.

Nada había frente a ellos,…nada. Sólo sus propias caras contraídas por el horror era todo lo que tenían frente a sus ojos. “Pacho”, que estaba en el suelo pasos atrás, al observar tal fenómeno, comenzó a gritar más desesperadamente aún: “¡SAQUÉNME DE AQUIIII, NO ME DEJEN; SAQUÉNME DE AQUIIII!!!!!”. Aterrados, el grupo comenzó a correr hacia la puerta, gritando de pavor. Atrás quedaron los picos de botella, y el facón tirados en le suelo. Mientras se dirigían a la puerta, escuchaban con insistencia, casi retumbándoles los oídos, miles de voces hablándoles en diferentes idiomas. Venían de todas direcciones. No entendían lo que decían, pero en sus agitados corazones el mensaje que escuchaban, lleno de odio era: “¡VÁYANSE!, ¡VAYÁNSE!”. Casi no tuvieron tiempo de levantar a “Dañino”; sólo lo arrastraron por el campo. Su pierna rota se bamboleaba haciéndolo gritar más, acompañando en el grito de horror de los demás.

Cuando terminaban de contarme la historia, “Dañino” pasó por nuestra esquina: cojeaba notoriamente y recogía puchos de cigarrillo del suelo. Había sido vencido por la droga y el alcohol. Pero había algo más,…caminaba como tratando de alejarse de las sombras, buscando insistentemente la luz. Se notaba que aquel episodio de su vida no sólo dejó una marca en su cuerpo, si no también en su alma.

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